24 dic 2013

Euforia y crisis de un profesor de montaje

Por Joan Marimón
Empecé a ejercer de profesor de teoría y práctica del montaje en la época en la que la revolución digital no había estallado ni se la esperaba, a inicios de los 90. La mayor amenaza entonces para el montaje clásico en mesa horizontal (“Steenbeck” la mayoría de las veces) y vertical (“Moviola” siempre) era el vídeo analógico, visto con mirada ligeramente despectiva por los montadores tradicionales, seguidores de una tradición de más de 60 años.
Ese montaje en vídeo estaba todavía marcado por sus leyendas negras, una de las cuales era el montaje lineal de principios de los 80, que obligaba a perder generaciones al efectuar la más mínima de las correcciones. Pero la llegada de los “Avid” hacia 1994-1995 –a pesar de que la tecnología existía desde finales de los 80- lo cambió todo. Los primeros softwares crecieron y se multiplicaron. En la universitaria ESCAC (Escola Superior de Cinema i Audiovisuals de Catalunya), por ejemplo, heredera del Centre Calassanç de Formació Professional, se alojaron en las más amplias y lujosas salas. Se trataba del inicio de la gran transformación en la postproducción que se ha vivido en los últimos 20 años. Una transformación lenta, nada que ver con la invención del sonido de 1927-1929 que lo cambió todo a velocidad de vértigo.
Recuerdo haber redactado hacia 1996, junto a María José Gilabert, profesora de prácticas, una especie de manifiesto en el que se pedía a la dirección del centro que se mantuviera por encima de modas la enseñanza de prácticas con celuloide, al menos en los primeros años de estudio, ya que la inmediatez y facilidad del digital podían maleducar mentalmente al estudiante. Quien montaba en película estructuraba en su cabeza desde el global hasta el detalle antes de efectuar el primer corte. Cualquier error o corrección implicaba recuperar los fotogramas cortados o sustituirlos por fotogramas equivalentes de cola negra. La lentitud del montaje clásico –en comparación con la rapidez del digital- orientaba hacia la seguridad, y al fin y al cabo hacia la velocidad, de la elaboración. Nada mejor que aprender con película. Y, por si fuera poco, nada más glamuroso, como se demuestra con las fotos que los cineastas gustaban de hacerse junto al soporte fotoquímico. La dirección de la escuela aceptó la propuesta.
Pero se impuso la realidad. Los recambios de las piezas estropeadas empezaron poco a poco a escasear. Y los mecánicos de moviolas se jubilaron, se deprimieron o bien murieron. En 1999 se suprimió la enseñanza del montaje clásico con celuloide en la Escac, y quien suscribe abandonó la didáctica del montaje durante 9 años.
Guionista de oficio, mi sistema como profesor de teoría de montaje tenía y tiene en cuenta mi máxima debilidad como escritor: las distintas estructuras de narración. De ahí que haya intentado en lo posible neutralizar esa debilidad estudiando al máximo los esquemas de narración. En las clases dedicábamos la misma atención a un único fotograma subliminal que a la estructura global del film. De hecho, continúo pensando que el estudiante de montaje tiene una especial sensibilidad para aprender el lenguaje con la mayor rapidez, como guiado por un poderoso instinto, pero puede que tenga problemas en lo referido a las macro-estructuras narrativas. Lo que más puede ayudar al estudiante de montaje es el aprendizaje del guión. Y viceversa con el estudiante de guión respecto del montaje.
En mi vuelta a la didáctica del montaje, ya sólo como profesor de teoría, he conocido el cielo y parte del infierno. Esto último a causa de una nueva moda, los aparatos conectados a la red en poder de los alumnos. Contrario como soy a las prohibiciones, no puedo exigir que el alumno abandone el móvil o cierre el portátil. Recuerdo que en una ocasión no acerté con el año de un film (El emperador del Norte), hasta que un alumno me lo dijo con absoluta seguridad, 1973. Lo acababa de consultar en la página web del IMDB en plena clase. Fue en 2008. En 5 años la pulsión de los más alterados por recibir información del exterior no ha hecho sino acercarse al infinito. Y eso que el estudiante de audiovisual, como artista, se caracteriza por un grado natural de alteración por encima de la media. Se puede dar el caso de visionar la muerte de Charles Foster Kane en el arranque de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles con montaje de Robert Wise, mientras uno se está riendo por un mensaje de whatsapp. Con el foco de luz del móvil en la cara para que quede bien aureolado en la oscuridad.
Clases de montaje se pueden impartir a alumnos de todas las ramas del audiovisual mezclados, a alumnos sólo de dirección, a alumnos sólo de guión, de dirección artística… y a alumnos sólo de montaje. En este último caso, el nivel de complicidad e incluso de satisfacción puede saturar un termómetro imaginario que midiera esas emociones. Se puede, por ejemplo, celebrar la Ley del Eje como lo que es, uno de los mayores descubrimientos de la historia del arte comparable al de la perspectiva en el Quattrocento. Se puede glorificar a Lev Kuleshov y aplicar su conocido “efecto” de transmisión de significados emocionales a los primeros planos de Jeff observando con sus prismáticos al vecindario en La ventana indiscreta (The Rear Window, 1954) de Alfred Hitchcock con montaje de George Tomasini, o bien considerarlo en el videoclip de Bob Dylan, Like a Rolling Stone, en 16 versiones, dirigido por Vania Heymann, emitido este otoño del 2013. Se puede valorar el primer encabalgamiento sonoro de Alfred Hitchcock y de su montador Emile de Ruelle en Blackmail (1929). O denunciar los 7 saltos de eje del duelo final de Raíces profundas (Shane, 1953) de George Stevens. Disfrutar con cada mínimo encabalgamiento sonoro de un montaje cualquiera de diálogo. Contar los fotogramas que hipotéticamente se han suprimido en un corte en movimiento, como el salto entre azoteas de Roy, el líder replicante en Blade Runner (1982) de Ridley Scott con montaje de Marsha Nakashima y Terry Rawlings (¿se han suprimido 7, 8, 9 fotogramas?). Participar de cada nuevo recurso de lenguaje como el denominado “raccord Godard”, en Al final de la escapada (À bout de soufflé, 1960) de Jean Luc Godard con montaje de Cécile Decugis (y de Godard), o el “bullet time”, tal vez de Michel Gondry en 1995, tal vez de Zbigniew Rybczyński en 1986. Se aplaude el cruel asesinato creativo del thriller del momento, la brillante idea argumental de la secuencia de acción, las propuestas del cineasta experimental o el videoartista más excéntrico (de Stan Brakhage a Bill Viola, pasando por Norman McLaren). Se defiende la teoría de que todas las películas que introducen en su metraje salas de montaje son buenas, desde El hombre y la cámara (Cielovik s Kinoapparaton, 1929) de Dziga Vertov con montaje de Elizabeta Svilova hasta Arrebato (1980) de Iván Zulueta con montaje de José Luis Peláez, o Tren de sombras (1997) de José Luis Guerín con montaje de Manel Almiñana. Los alumnos se atreven a proponer en el aula inventos que tal vez revolucionarán el lenguaje, como lo han hecho multitud de anónimos montadores en la oscuridad y el anonimato de las salas de montaje.
Aplaudo al profesor que intenta interesar sobre la teoría de conjuntos a adolescentes a quienes no les importa lo más mínimo las matemáticas. Eso sí tiene mérito. Las clases de audiovisual en las que se puede interrumpir el discurso teórico con los visionados más atractivos de la historia son mucho más fáciles y agradecidas. Las clases de montaje -el núcleo del audiovisual- pueden convertirse en una fiesta. En mi opinión, no hay en todo el abanico universitario nada que pueda ser más satisfactorio que una clase de montaje con futuros montadores, porque al fin y al cabo, el de montador es el oficio más avanzado de la historia del arte de los últimos seis mil años.